La fantasía es para los débiles

Aquí llega el momento en el que comprendes por qué lo llaman “romper el corazón”.
Porque una fuerza te oprime tanto el pecho, como si de una tonelada de hormigón se tratase.
Cada bocanada de aire que inspiras es un peso inaguantable para tu ahora diminuto cuerpo. Lo asimilas con lentitud, y cuando tienes que exhalarlo, vuelves a sentir ese dolor. Tan agudo, que incluso piensas que podría ser algo patológico.
Las imágenes que primero te vienen a la cabeza se relacionan con tumores y bultos cancerígenos. Pero no. Es algo igual de parasitario, mortífero, en cierto sentido, pero temporal, por suerte.
Te tocas el pecho, preguntándote qué habrá hecho tu corazón para sentir esa sensación de opresión por parte de las costillas. Como si se clavaran todas a la vez, poco a poco, en el músculo rey, cada vez que respiras. Como el sentimiento metafórico que acabas de experimentar, casualmente.
Porque en esos momentos, duele hasta respirar.
Duele, y sin embargo, no sientes nada.
Te miras al espejo. ¿Qué ves? No te reconoces a ti misma. Ves un rostro anónimo al que las circunstancias, concretamente una, ha maltratado, emocionalmente hablando.
Son las cosas de la vida. Nadie tiene la culpa de nada. Es… la vida.
Tan casual como dañina, pero tan gratificante como inesperada.
Piensas que es solo una etapa.
Que quedan muchas más por llegar.
Que no es la peor… Por desgracia (¿qué más puede augurarme?)
Que en el camino, éste será solo otro rastro de hojas pisadas en un charco; pasadas, deshechas y roídas por el parásito del tiempo.
Te sorprendes cuando un escalofrío te recorre. Y cuando termina, en la punta de los pies, dices en voz baja: “adiós, no vuelvas, no quiero volver a sentirte, pues eso, siempre ha implicado hacerme daño”.
Y cruzas el umbral de la puerta. ¿Sin miedo? No, el miedo siempre acompaña.
Aterrada, realmente, pero segura.

Manifiesto herido

La causa y solución de mis problemas me pregunta por ellos.



Ah, ironías de la vida.

Suelto una carcajada amarga que se estampa contra el suelo, como mis sueños.
Rotos, esparcidos todos por el frío mármol que soporta el peso de mi cuerpo cada día.

Día tras día camino sobre ese mismo suelo, sin cortarme con los pedazos de fantasías y esperanzas que en ellos quedaron grabados. Me pregunto dónde quedaron, si alguna parte de ellas aún sigue viva.
Quién sabe, quizá en mi cabeza...


Me destrozaste cuerpo y alma; dejaste mi seguridad en mí misma tiritando; robaste mi dignidad, y a cambio, me regalaste una cantidad ingente de dolor y orgullo.


¡Pero qué fuimos! ¡Si no llegamos a ser nada! ¿Qué duele más que eso?



Qu'est que c'est, l'amour?



¿El amor? No lo sé. Lo que sí tengo claro es que el odio puede ser una consecuencia directa de éste, peligrosa y mortífera. Sobre todo cuando se confunden, y no sabes si llorar, luchar, quererle, aborrecerle, pegarle, besarle o empujarle al abismo que separa tu vida de la del resto del mundo.

Yo opté por la última, pero ah, no es tan fácil.


Para ti: no quiero que seas el motivo de mis tristezas, ni de mis alegrías. Me gustaría que te esfumaras, y regresaras cuando terminaras siendo indiferente para mí.
Mi salud mental se agota de tanta falsa esperanza. Tal vez tenga un problema de imaginación.



Duele.

Parece ser que la herida que me hiciste aún no terminó de cicatrizar.
El mundo sigue tan cruel y gris como lo era por aquel entonces; solo que en aquella época aún nos quedaba un poco de inocencia a la que aferrarnos.
Ahora, el mundo en el que vivimos nos ha contagiado esas características suyas tan propias, como el desengaño, el realismo más ensañado, el pesimismo.

No somos los de antes.

Y aún veo cómo la herida quiere cerrarse, pero no puede.
¿No ves el tremendo parecido?
Quiere, y no puede. Como nosotros.



Como no pudimos, salimos perdiendo los dos. Haciéndonos daño.
Daño con palabras, actos, silencios, miradas, gestos, parpadeos, sonrisas, suspiros, abrazos, besos... Con toda forma de daño posible.

Querernos era la guerra. Y la terminamos perdiendo, por no saber jugar a ella.