Aquí llega el momento en el que comprendes por qué lo llaman “romper el corazón”.
Porque una fuerza te oprime tanto el pecho, como si de una tonelada de hormigón se tratase.
Cada bocanada de aire que inspiras es un peso inaguantable para tu ahora diminuto cuerpo. Lo asimilas con lentitud, y cuando tienes que exhalarlo, vuelves a sentir ese dolor. Tan agudo, que incluso piensas que podría ser algo patológico.
Las imágenes que primero te vienen a la cabeza se relacionan con tumores y bultos cancerígenos. Pero no. Es algo igual de parasitario, mortífero, en cierto sentido, pero temporal, por suerte.
Te tocas el pecho, preguntándote qué habrá hecho tu corazón para sentir esa sensación de opresión por parte de las costillas. Como si se clavaran todas a la vez, poco a poco, en el músculo rey, cada vez que respiras. Como el sentimiento metafórico que acabas de experimentar, casualmente.
Porque en esos momentos, duele hasta respirar.
Duele, y sin embargo, no sientes nada.
Te miras al espejo. ¿Qué ves? No te reconoces a ti misma. Ves un rostro anónimo al que las circunstancias, concretamente una, ha maltratado, emocionalmente hablando.
Son las cosas de la vida. Nadie tiene la culpa de nada. Es… la vida.
Tan casual como dañina, pero tan gratificante como inesperada.
Piensas que es solo una etapa.
Que quedan muchas más por llegar.
Que no es la peor… Por desgracia (¿qué más puede augurarme?)
Que en el camino, éste será solo otro rastro de hojas pisadas en un charco; pasadas, deshechas y roídas por el parásito del tiempo.
Te sorprendes cuando un escalofrío te recorre. Y cuando termina, en la punta de los pies, dices en voz baja: “adiós, no vuelvas, no quiero volver a sentirte, pues eso, siempre ha implicado hacerme daño”.
Y cruzas el umbral de la puerta. ¿Sin miedo? No, el miedo siempre acompaña.
Aterrada, realmente, pero segura.