We are the new pollution


Arropada en sus sábanas de sueños rotos, cubierta por su edredón de insomnio, se frota los ojos ante el pequeño rayo de sol que se cuela entre la pequeña rendija de la ventana que no consigue tapar la persiana.
Sus ojeras van adquiriendo un tono violáceo, que contrasta con su pálida piel y su cobrizo pelo.
Apoya un pie en la alfombra, se da impulso, se levanta y se estremece ligeramente al notar que ha apoyado el dedo gordo del pie izquierdo en el frío mármol que cubre el suelo de la habitación.

Está sola, asomada por la ventana, aun con el pijama puesto, nota que el frío traspasa sus huesos, y que el sol que la mira desafiante solo es una falsa ilusión. Le esperaba un día frío y duro.

Antes de salir de su pequeño hogar en las afueras de un modesto barrio obrero, se abrocha los cordones de los zapatos y termina de guardar los libros que le faltan en la mochila, ya no tan nueva y colorida como al principio del curso, en septiembre, sino oscurecida a causa del tan frecuente uso que se le da a diario.

Mira al cielo y no entiende lo que ve. Algo normal para una dulce niña de once años.
Pero, en cambio, sí parece notar cómo al respirar el aire matinal no le hace sentir viva, como debería ser.

El cielo está gris, pero no es a causa de la borrasca.
El cielo está gris porque nosotros queremos.
El cielo está gris porque nuestra forma de vida ha ido destruyéndolo.
El cielo está gris porque lo hemos matado.

Vivir así, cada día, respirando la esencia de la muerte que un día nos invadirá al completo.
Respirando el anticipo de nuestra caída y derrumbe, de la fuerza poderosa que nos apartará de quienes más queremos.
¿No hay solución? Nadie se atreve a planteárselo.
Porque parece ser que no merece la pena salvar la vida de todo el planeta si a cambio tenemos que destruir nuestra actual (y asesina) forma de vida.

Que alguien haga algo.
Antes de que su último aliento se haya convertido en veneno.